Hace tiempo tuve un sueño muy raro. Iba sobre un tipo en principio muy normal, con sus cosas, como todos, pero normal. Lo único que el tipo tenía de peculiar era una sonrisa PERMANENTE en la cara. El tio tenía una puta sonrisa dibujada en la cara las 24 horas del día los 365 días del año. Muy fuerte. De pequeño era un niño muy simpático, claro, porque agradaba a la gente con su cara amable, y se creaba un feedback muy especial que le hacía sentir bien. Por lo tanto, su sonrisa, incrustada de algún modo extraño en su rostro, correspondía siempre con su estado de ánimo. Pero el niño fue creciendo, y la cosa fue cambiando.
En el colegio se enfrentó a menudo a duros comentarios de los profesores: "Cuenta el chiste, y así nos reimos todos". Más tarde, haciendo la mili en Soria, el teniente se las hizo pasar canutas: "¡Borra esa puta sonrisa de tu cara, soldado!", a lo que invariablemente seguía: "¡En Wisconsin sólo hay vacas y maricones, soldado, y yo no veo cuernos por ninguna parte!". El teniente era un maldito loco, ni siquiera sabía dónde estaba Wisconsin. Su vida empezaba a ser insoportable.
"Si no puedes con tu enemigo, únete a él", se dijo a sí mismo un buen día. Aprendería a hacer de su desgracia un aliado. Y la verdad es que esa sonrisa le confería un aspecto bonachón, y así a primera vista daba la impresión de ser alguien en el que podías confiar y al que siempre le podías pedir un favor. Esto le granjeaba la simpatía de los que le conocían poco. Intentaría aprovecharse de esto. Siguiendo esta racha tan optimista, se sacó el graduado escolar por correspondencia, y meses después fue capaz de conseguir un trabajito. Todo iba a pedir de boca. En la oficina se labró la fama de ser el tio más buena gente del mundo. Se prestaba de buena gana a hacer todo tipo de favores, y entró en una dinámica que volvía a encajar muy bien con su sonrisa. Al principio todo iba fenomenal, un café por aquí, unas fotocopias del informe de Calleja por allá, todo muy bien, todos contentos. Lo malo es que la gente es muy jodida, y tiende a aprovecharse, y poco a poco nuestro protagonista pasó de pequeñas minucias a favores de mayor envergadura: llevar niños al colegio, arreglar papeles en el banco, hacer alguna que otra chapucilla en casas de compañeros... mientras intentaba mantener el tipo ante las broncas de su jefe por su falta de rendimiento laboral. Llegó incluso a pasar un verano en un crucero por el Mediterráneo acompañando a la suegra de Martínez, que acababa de quedarse viuda. Definitivamente la estrategia no estaba funcionando: le estaban tomando el pelo.
A partir de ahí la cosa fue de mal en peor. La expresión de su cara, en constante alegría, estaba cada vez más lejos de los verdaderos sentimientos de odio y frustración que llevaba dentro. Y aunque fuera su más ardiente deseo, su personalidad artificial no le permitía ninguna mala contestación, llegó a un punto en el que estaba completamente subyugado por ese alter ego de tipo enrollado que él mismo había creado alrededor de su estúpida sonrisa. Este trastorno bipolar autoinducido comenzó a presentar preocupantes consecuencias de carácter psicológico, que pronto se manifestaron en afecciones psicosomáticas: repentinas pérdidas de pelo, acompañadas de salvajes brotes de sarpullidos pustulentes y violentos arranques convulsivos, a menudo encima su mesa de la oficina. Este extraño comportamiento producía confusión y desasosiego entre sus compañeros de trabajo, lo que, unido a la consideración de mindundi que se ganó a pulso, provocó que en poco tiempo se convirtiera en el hazmerreír de la empresa. A menudo protagonizaba bochornosos episodios en los que los compañeros, haciendo corro, le desnudaban en el suelo y se divertían gritándole y lanzándole material de papelería. El jefe normalmente disolvía la charanga después de echarse unas risas con sus subalternos y tirarle una grapadora. "El ambiente en esta empresa es inmejorable", se repetía orgulloso el directivo.
Abatido hasta el límite, se le podía oir por las noches lloriqueando en su destartalado apartamento del centro. Luego se quedaba muy quieto en su sillón, agarrado a una botella de bourbon, a la luz de un viejo televisor en el que, noche tras noche, veía la misma cinta de vídeo. La magnífica interpretación de Jack Nicholson en Batman era lo único de este mundo que lograba hacerle feliz. La escena de las vendas y el espejo siempre le arrancaba unas lágrimas, que corrían por sus sonrientes mejillas. A veces fantaseaba con la idea de convertirse él mismo en un supervillano al estilo Joker, eso le daría a su lamentable vida una especie de mínima coherencia. Pero en cuanto se daba cuenta de la magnitud de la gilipollez, volvía al llanto de nuevo. Era un perdedor sin remedio.
Cuando se enteraron de que se había suicidado, nadie se lo podía creer: "siempre estaba de buen humor", se comentaba en la oficina sin mucho entusiasmo. A su funeral no fue mucha gente, sólo algunos compañeros de trabajo por pura lástima. El párroco intentó buscar en su vida algún rasgo digno de mencionarse. Finalmente, tras algunas generalidades, sólo pudo añadir: "Nunca dejó de sonreir". Todos asintieron en silencio. Un leve codazo, y se oyeron unas risas apagadas de dos que recordaban cómo se pasaban con el pobre. Qué lástima de muchacho.